
Es la noche del miedo, contaros historias y llorad malditos, llorad!!!!
Espero que paseis un buen Halloween y un, no menos bueno, fin de semana...


Estoy a las tantas delante de un canal de esos de pago, en un canal de esos de animales, los de verdad, digo, y sale lo de la langosta en Canarias, con los bichos posándose en un sembrado y dejándolo hecho cisco al largarse. Entonces me puse a hacer analogías. Igualito que los políticos de aquí, concluí. Lo que tocan lo hacen polvo. Todo vale para ese estómago voraz que pone cuanto existe al servicio de su ambición, de sus ajustes de cuentas, de su bajeza moral. De esa España virtual que se han inventado, ajenísima a nada que tenga que ver con la España real, pero que nos imponen día tras día, porque ése es su miserable oficio y su negocio. Y claro: asunto que pasa por tales manos, asunto que va a la mierda, sin crédito, sucio para siempre. Y como la política se alimenta de sí misma, el apetito es insaciable. Queman cartuchos sin respetar nada ni a nadie, dispuestos a cargarse lo que sea con tal de aguantar una semana más. Y cómo se odian, oigan. No se mandan pistoleros unos a otros porque no pueden. Y encima se creen originales, los malas bestias. Si fueran capaces de leer, sabrían que todo cuanto hacen se hizo ya. Desde Pilatos, o así. Pero es que, excepto dos o tres, no saben ni quién fue Pilatos. Y así nos va. Ésa es nuestra desgracia: los políticos. La plaga de langosta. La perra historia de España.

Ya torna el viento a la calma, lanzas aparcadas
Armaduras en ristre y heridas abiertas
Campos de flores, de rojo teñido
Oscuridad sin ser invitada…
Ojos girados hacia el cielo,
Lagrimas que acarician mejillas inocentes
Manos agarrotadas, como el animo
Un mundo sin mundo,
Hermanos contra hermanos,
Sonrisas contra sonrisas, desdicha,
Calor y hielo, donde nadie vence
Mas el mal con su media sonrisa…
Verdadera guerra por hacer,
Engañar destinos y quehaceres,
Matar demonios y prometer abrazos
Besar paraiso en tierra fértil… un hechizo.
No quieras caminar si no es de pie
No quieras llorar si no es alzado,
No quieras amar sin ser amado
Amor contra desidia, debiera ser la guerra.
Y solo tu ante ti mismo
Poderosa la conciencia que mata y no pregunta
Horribles tus movimientos que asienten y no escuchan
Inventa maneras de vivir, diferentes a las de hoy...
Mi hijo no comprende. Viene a verme cada viernes, durante una hora y media, y cree que con eso ha cumplido. Tomamos café despacio, sorbo a sorbo, mientras él aspira un Ducados. A veces lo aplasta a medio fumar en el cenicero, y al poco prende otro. A mi hijo lo matará un cáncer.
El café le dura mucho a mi hijo, lo hace durar. Arrastra cada sorbo como si en ello le fuera la vida, entre calada y calada. Me observa con los ojos entornados y la mente cerrada a cal y canto mientras la cocina se va llenando de humo. Mi hijo recela de mí. Cree que le miento. Yo creo que en realidad lo que ocurre es que no le gusta mi café.
Mi hijo tiene un BMW, un chalecito en la sierra que todavía no he visto y una mujer que se me atraganta como un hueso de aceituna. En ocasiones ella también viene y yo la abrazo, gentil, y ella me abraza, gentil, y nos besamos en la mejilla como dos Judas traidores que tan sólo esperan su oportunidad para apuñalarse. Pero ella no suele visitarme demasiado a menudo. Está ocupada, comenta mi hijo, que es lo mismo que decir que no le apetece. Soy demasiado vieja para su gusto, demasiado arrugada, huelo mal, a aburrimiento y ancianidad.
Yo llamo mucho a mi hijo por teléfono, para recordarle que venga el viernes y que me traiga una de esas cajas grandes con doce cartones de leche, que yo no puedo cargar con ellas; que necesito aceite, harina, verle. Él viene cada viernes, de cinco a seis y media, a la salida del trabajo y me sube el recado, obediente. Siempre fue un buen chico, mi hijo; el único problema es que no comprende.
Nos solemos quedar callados, los viernes, a la hora del café. Yo siempre tomo dos tazas. Él pospone la suya. El cenicero se va llenando de ceniza negra, mortecina, triste, como recuerdos. Aunque a veces hablamos. Le resumo yo mis dolores, mi ciática, mis nostalgias. Él asiente con la cabeza y hace como que bebe, pero luego deja la taza sobre el platillo manchado por dos goterones marrones de torrefacto y yo veo que sigue mediada. Lo que te pasa, mamá, es que no sales. No te relacionas. No juegas al dominó con las amigas, o al bridge, o a lo que quiera que jueguen tus amigas.
Luego se va, mi hijo, y yo le doy un beso en la mejilla y él otro a mí, al aire. Hasta luego, mamá, hasta el viernes que viene, que me estará esperando ya Mercedes. Yo le digo también que adiós, aunque omito lo del hasta el viernes. Él da media vuelta y yo cierro la puerta, pero le espío por la mirilla, delgado como está, esperando al ascensor que sube con un traqueteo profundo. Contemplo la escena deformada por el ojo de pez, que ensaya una lágrima, siempre ensaya una lágrima, como todos los ojos de pez; contemplo esa puerta metálica, verde, fría, que se abre y le engulle, como un pez, a mi hijo.
Mi hijo no comprende. Yo quemo cartuchos y vacío cartones de leche en el desagüe. Luego me quedo sentada en la mecedora, esperando que pasen los días, sin moverme aunque las moscas me recorran el brazo. Eso pienso, que no me moveré, aunque una mosca me recorra el brazo, o se me retuerzan las tripas. Si aguanto así mucho, volverá para verme, preocupado, tal vez el martes, o el domingo, para ir a misa de ocho. Hace veinte años que no vamos juntos a misa de ocho. No me muevo. Miro el teléfono y evoco el recuerdo de su número en la sierra.
Y me quedo así, muy quieta, como muerta, como dormida en mi mecedora. Como embalsamada. Ya nadie comprende.

Lunes de lluvia y tráfico. Ya los rostros desencajados propios de tal día miran hacia el cielo con la boca abierta y las mejillas salpicadas de agua sucia. Los niños corretean por aceras con mochilas que doblan su peso, pensionistas que se acercan a la Caja a ver si sus ahorros siguen en pie, y una marabunta de tubos de escape que hace temblar al mismísimo Hades. Y es lo que nos queda, al menos cinco días por delante del mismo color gris, ese que hay por las mañanas a la hora del pringao. Anhelo esos años de estudiante sin ser estudiante en los que tenía verdaderos problemas para llegar al desayuno de la residencia, en los que vivía de verdad, sin responsabilidades, sin deudas, sin coches ni casas que pagar... y encima aprobaba...





Pasear por el centro se puede convertir en toda una aventura si afinas un poquito. Se hace muy agradable el paseo por calles mágicas, que esconden tanto talento como ignominia. Y fue en esas, tomando una cerveza en la calle que baja a la Giralda cuando me dio por acariciar un perro fornido y precioso, de cuello alto y fiel estirpe, ojos miel y pelaje noble, de esos que marcan cánones. Lo llevaba un escolta, decía, de alguien importante, decía no ser suyo, y que valía seis mil euros el chucho na menos, campeón de España de razas, con su correspondiente orejita marcada. En un momento, el personaje que lo llevaba nos dio toda una lección de adiestramiento. "Sit" y el can se sentaba, "dame un beso", y el perrito le relamía. Que para mis adentros pensé, eso lo hace también el chucho de mi hermana y no es famoso... La cosa es que el hombre, que decía ser facha y ultra, se nos quedó alli en media acera un rato, sobrepasando esa delgada línea de la incomodidad... Y a todo esto pensé, mierda de mundo, hasta los perros son racistas.... por nuestra culpa.
Hoy estoy de mejor humor, quizás sea que se acerca el finde. Pensé mucho ayer por la tarde, ejercicio muy práctico y sano cuando tienes entre manos mil problemas y dificultades para llevar una vida medianamente saludable. El problema de mi personalidad es que arrastro, para bien o para mal, a los que me siguen y me adoran, a los que tengo más cerca. Pero siempre, despues de la tormenta, torna la claridad de un Sol, nublado, pero al menos no hay que acudir a luces artificiales...