jueves, 14 de julio de 2011

Lo que nos llevamos...


Usted será más feliz al final de este relato. Me arriesgo a asegurarlo. Porque aún no sabe escucharse debidamente y eso le tiene atormentado. Porque no se conoce lo suficiente y no termina de amarse. La realidad es que nunca se ha prestado atención. Muchas noches ha pensado en dejarlo todo, en abandonar antes de tiempo. Pero para eso vengo yo ahora, a descubrirle su propia alma, esa que tiene tan descuidada y falta de cariño.

Imagina que un día despiertas y eres invisible, no llegaste a nacer siquiera. Miras a tu familia, tus padres y hermanos. Ahí están, en un almuerzo de domingo, alrededor de la mesa de siempre, callados, cada uno a lo suyo. Reparas en tu silla, donde siempre te sentaste de pequeño, vacía. Y como jamás estuviste no sabes nada de ellos, parecen desconocidos. Te paras a observarlos. No reconoces sus caras ni sabes de sus vidas, de sus inquietudes, de sus gustos. Solo les ves ahí en torno a la mesa, sin decir palabra. Tu madre no es la misma, no sonríe. Tu padre está distinto, más viejo y entristecido. Ellos no te conocieron, porque no exististe, pero sienten que algo no encaja. Echan de menos a alguien y no lo saben…
Ahora sales de casa. Visitas ese rincón donde quedabas con tus amigos. Allí están todos tranquilos. Ni una carcajada, ni un chascarrillo. Mucho silencio incómodo y un reloj que marca lento los minutos. Y de a poco todos se van yendo, sin despedirse, antes de que el Sol caiga, hasta que queda el último, tu mejor amigo, serio como nunca lo viste. Sereno y sin secretos que contar al infinito, hasta que marcha.

Es de noche y buscas a tu novia. Está en su puerta sentada, esperando a alguien. La ves desmejorada, ya no es tan guapa. No se maquilla demasiado y sus ojos no dicen nada. Te parece distante, lejana. Desconoces si terminó estudiando lo que quiso, si le gusta la playa o la montaña, si pretende criar los hijos o esperar más adelante. Ya no sabes a qué huele ni de sus escalofríos cuando le susurrabas. Parece una más de tantas. Ni esa luz ni esa ganas de besarla. Al poco aparece alguien en su coche que la recoge. Alguien sin rostro quien apenas repara en ella.

Y ahora quedas solo allí sentado, viendo gente pasar sin que nadie se percate de tu presencia, y así pasan las horas y los días. Hasta que te vas haciendo cada vez más pequeño  y terminas desapareciendo. 

Ahora despiertas. Ha sido un sueño. Estás en tu cama. Tu madre te ha llamado para comer. Te hacen bromas tus hermanos, todos hablan, tu padre te pregunta por los estudios, tu madre te aparta el puchero mientras cuenta el cotilleo de la vecina. Te has sentado en esa silla que viste en sueños y te sabes partícipe de la alegría de tu casa. Formas parte de algo verdadero y humano. La familia nunca falla. Vuelven a ser ellos y tú los ves de otra manera.

Y llamas a tus amigos para ir a vuestro rinconcito, el de siempre. Se escuchan las carcajadas de lejos, los chistes fáciles y los juegos de pelota. Las horas son minutos y nadie quiere irse. Hasta que la ves aparecer a lo lejos. Una mujer bella que cuando cruza su mirada con la tuya todo se para. Ella sonríe, tú te pones nervioso. Le coges de la mano y sientes tu piel suave, te besa y te murmura, y crees que el universo es tuyo de nuevo.

Y terminas por caer en la cuenta que tu mundo no sería ni parecido si faltaras. Que si una vez pensaste en desaparecer te llevarías contigo momentos y sensaciones que no solo te pertenecen a ti. Y te vuelves a sentir protagonista de tu vida, pero no como una frase hecha y sí como un sentimiento real de que la existencia depende en gran medida de las cosas que hacemos a nuestro alrededor y que seguro se nos devuelve elevado a la máxima potencia. Y al final acabas entendiendo que la felicidad no es más que ver en los demás partes de uno mismo, y que no hay orgullo más humilde que comprobarlo con nuestros propios ojos y disfrutarlo, quizás lo único que nos llevaremos al otro barrio cuando todo este circo acabe, quién puede saberlo…

miércoles, 6 de julio de 2011

El grafitero borracho...


Vengo a toparme cada mañana que voy a la Asociación con un muro grafiteado  que, en una esquina, reza una frase de la Biblia, “la salvación está en tí”. Nunca le había dado mayor importancia. Me hacía gracia imaginarme el tipo de resaca que un individuo tenía que llevar para pararse a escribir a lápiz esa frase milenaria entre dibujos grandilocuentes de colores chillones esparcidos con spray. Pero hoy caí en la cuenta de una leyenda que hace tiempo escuché y que quizás tenga que ver con esas letras semiborradas de aquella pared, y permitirán que se las relate si es que no la conocen…

Cuenta la historia que un alpinista afamado intentaba por tercera vez alcanzar una cima de los Alpes que se le resistía. Las previsiones del tiempo eran propicias y todo apuntaba a que haría cumbre a media tarde. Los primeros tramos no supusieron dificultad alguna, aunque una voz interior, quizás la voz de la experiencia, le decía en repetidas ocasiones que no siguiera caminando, que no tenía sentido jugarse la vida por una terquedad insensata. Pero siguió subiendo a pesar de todo, confiado en sus fuerzas y en un cielo sin nubes que no hacía presagiar desgracia alguna. 

Pero ocurrió lo inesperado. Nuestro alpinista permanecía encaramado a un risco a cientos de metros,  sujeto a su piolet, divisando ya la cima a lo lejos, cuando un viento de altura hizo cerrar el horizonte de nubes y de pronto empezó a nevar con fuerza. El escalador permanecía anclado a la pared cuando, de repente, el saliente sobre el que sostenía su arnés se vino abajo, cayendo hacia el vacío en lo que sería una muerte segura en todos los casos. Durante la caída, nuestro amigo esperaba el golpe seco que daría final a su vida, pero, en medio de la avalancha, pudo alcanzar una pequeña soga de su equipo que caía al mismo tiempo que él. La empuñó bien fuerte pensando que quizás tuviera alguna oportunidad si esa soga quedaba atada por suerte en alguna piedra. Y así fue. Repentinamente, se paraba en seco su caída y quedaba suspendido en el aire mientras le seguía cayendo encima una nieve que le cegaba la vista. Y así se le hizo de noche. Se había salvado, por ahora. Solo le salvaguardaba de la muerte un pequeño nudo y su propia mano, solo eso hasta que algún equipo de rescate pudiera localizarlo quizás a la mañana siguiente. 

En esa noche, que parecieron mil eternidades, cuenta nuestro alpinista que de nuevo una voz le sobrevenía a la cabeza. Una voz tenue que le imploraba que se soltase, que aquel esfuerzo no tenía sentido, que había que acabar con aquella espera insoportable. Pero el escalador intentaba pensar en otra cosa, tarareando canciones para distraerse al tiempo que sentía su mano ya congelada. Hasta llegó a hacer otro nudo con tal de no desengancharse, agarrado a las pocas posibilidades de sobrevivir que tenía. 

Todavía no clareaba un nuevo amanecer cuando el equipo de rescate lo encontró. Lamentablemente, él pierde su mano, por la presión que la soga ejercía y que no le dejaba fluir la circulación, pero salva la vida. Una vida que debería haber salvado instantáneamente, pues cuando la patrulla lo localiza, lo encuentra colgando únicamente a veinticinco centímetros del suelo. Si él hubiera escuchado, por dos veces, su voz interior, la que le instaba a no subir la montaña  aquel día, y la siguiente, que le animaba a soltarse y acabar con todo aquello, habría saldado la aventura sin nada que lamentar más que un reto inacabado y una pequeña cicatriz en la piel si acaso.

Nos enseña esta historia amigos, ahora más que nunca, en esta época de retos que tenemos por delante, que la más maravillosa de las osadías no es llegar a la cima, tampoco romper con todo y tirarse al vacío. El mayor de los retos es escucharnos verdaderamente a nosotros mismos, saber oírnos y comprendernos logrando así la serenidad necesaria para afrontar cualquier montaña que se nos ponga por delante, que no será ya nada a partir de entonces. Porque quizás aquel loco que dijo que la salvación estaba en nosotros mismos quizás no iba nada desencaminado, y, tal vez, el que tuvo a bien escribirlo en aquella esquina del muro ya por fin lo había entendido, siendo yo ahora el único borracho, de ignorancia y desvergüenza como poco…