martes, 15 de diciembre de 2009

Minucias de suegra

Entraba en la cafetería embutido de abrigos y bufandas cuando, al tiempo de despojarme de mis atuendos, una mano robusta y curtida me agarraba del brazo a modo de saludo. La reconocí al instante, se trataba de Juan, retratista y aventurero, como él mismo se define, caballero de capa clásica y noble gesto, capaz de descubrirme a mí mismo la primera sonrisa de la mañana. No hace mucho que le conozco, pero ya advierto en cuestión de segundos si trae entre manos algún asunto interesante o algún chascarrillo gracioso. Y así fue esta vez. Bajo el brazo portaba un libro antiguo, con las tapas gruesas y las hojas amarillas, como desempolvado de repente tras lustros sin ser abierto. ¡Al fin lo conseguí!, fue lo primero que dijo sin saludarme siquiera. No recordaba a qué se refería, quedé pensativo, hice acopio del último sorbo de café y por fin caí en la cuenta. Hace tiempo me habló sobre un libro viejo que versaba sobre documentos de la España de las Américas, en el que se relataba con lujo de detalle testamentos, cartas y quehaceres de personajes de la época. Los sostenía entre sus dedos mimando cada movimiento, reflejo de lo que le costaría al hombre hacerse de un ejemplar en el universo de papeles que es el Archivo de Indias de nuestra ciudad, tesoro no siempre ponderado como debiera merecer, pero ya sabemos como funciona el cotarro en éste, nuestro circo...
Tuve el honor de ojearlo un momento, al tiempo que el polvo se incrustaba en mi hocico y los ácaros hacían el resto para hacer brotar estornudos y ojos llorosos. Mas aún, entre lágrimas sin tristeza, pude leer un curioso pasaje. Corría el año mil quinientos ventipico, cuando España era Imperio allén de los mares y Carlos V regía las tierras lejanas con pulcritud y destreza. Juan Sebastián Elcano, capitán de la nao Victoria, yacía en su camastro esperando la extrema unción, al tiempo que dictaba, no sin esfuerzo, un extenso testamento a golpe de ducados y maravedíes. En una de sus prebendas, la que les relato literal, el marino ordenaba lo siguiente...- Mando a dicha mi señora pueda disponer hasta cantidad de cient ducados de mis bienes en cosas que fueren su voluntad della é no obligada á dar cuenta dellos á mi heredero, é ruego é pido que como buena señora mire por sus ducados de las garras de su santa madre-.
Dio para muchas risas la frase del héroe en nuestra tertulia matutina, y es que Juan siempre anda a la gresca con la suegra, cansado de tener que intuir críticas furtivas por permanecer mucho tiempo fuera del hogar, por más que el pan de su casa y sus polluelos dependa de esos largos viajes.
Y es que hay cosas que no cambian, dirán, por muchas vueltas al mundo que de uno y por muchos siglos que pasen de largo. Las mismas batallas y los mismos deseos para las suegras, por mucho castellano antiguo y testamento loable que nos echemos a la cara. Que para un último papel que uno escribe,pensaría el marino, no se iba a andar con miramientos y medianías, harto, a buen seguro, de escucharse zumbidos en los oídos allá por los Mares del Sur, las Antillas holandesas o donde Cristo perdió la chamarreta, y todo, por abandonar el hogar y la esposa para salir en los libros de historia inmortalizado como héroe y descubrir nuevos y ricos mundos para la Patria, ya ven, minucias para una santa suegra...

3 comentarios:

Anónimo dijo...

lo q nos reimos con la anecdota.jejejje. gracias por escribirla, nadie mejor que tu para retratarla con palabras. un abrazo

Anónimo dijo...

me ha encantado el relato de hoy. quiero mi libro!

Mariló dijo...

Que agudo eres.
Cada día escribes mejor.Todos los oficios mejoran con la práctica.