miércoles, 30 de marzo de 2011

Cruces en el suelo...


Si algo me gusta de vivir donde vivo es poder recorrer anónimo y sin prisas rincones de esta ciudad que, en otro tiempo, fueron escenarios de ilustres leyendas que ya pocos cuentan. Y es hoy cuando les traigo la primera de muchas que les iré relatando en las próximas semanas, intentando escapar, aunque me cueste, de poner a caldo a más de uno y de una. Pero es que con los años uno se da cuenta que de poco vale echarse al monte con las escopetas si los fantasmas que persigues solo salen de noche a esconderse entre zarzales.
Corrían los tiempos de Guzmán el Bueno, cuando por Sevilla se ejecutaba en plena calle ante los desacatos sobre la autoridad por menos de nada, allá por el siglo XIV. Imaginen el fangal de la Alameda, antigua Laguna de Cañavería, por aquellas. Allí, al final, cerca de lo que es hoy calle Pedro Niño, se instalaba una de las hogueras de la villa donde se quemaban vivos a los supuestos malhechores. 

Esa tarde no cabía un alfiler. Se ajusticiaba por sospechosa de adulterio a Doña Urraca Ossorio, conocida en la ciudad por ser cabecilla de las revueltas contra Pedro I, gobernador de la ciudad. Doña Urraca era mujer de postín, según rezaban los libros. De esas mujeres con carácter y poderío que alientan a cualquiera. Tenía a su cargo a varias mozas que le ayudaban en los menesteres, y entre ellas Leonor Dávalos, protegida de la patrona y sobre la que hoy se centra nuestra historia. 

Ocurrió que, cuando dispusieron a Doña Urraca ya en la hoguera y la encendieron para que prendiera, los humos de la pipa le hicieron levantar la falda, quedando con la vergüenzas al aire ante los ojos del pueblo congregado. Y, habiendo expirado la mujer, saltó de entre la muchedumbre Doña Leonor Dávalos, su joven protegida, para bajar la falda de su señora, por la deshonra que en la época suponía ese hecho. Doña Leonor, en silencio, fue también presa de las llamas y murió junto a su dueña en un gesto tan temerario y estúpido como de indiscutible lealtad y gratitud. Sus cenizas fueron enterradas en el mismo sepulcro que las de Doña Urraca, en uno de los laterales del monasterio de San Isidoro del Campo en Santiponce. En el lugar de la ejecución permanece aún una cruz tallada en el suelo, donde antiguamente se posaba una gran tinaja de vino de algún tendero de la zona. Es por eso que hoy la calle lleva el nombre de Cruz de la Tinaja, por si quieren echar un vistazo y apagar la curiosidad.

Lo que queda es la leyenda y su recuerdo en algún volumen antiguo de la ciudad. Lo que se ha olvidado es el ejemplo de un alma cándida que dio la vida por hacer honorable la semblanza de su señora, a quien solo le debía honestidad hasta antes de la muerte, no más allá, como así terminó siendo… 

No me ha dejado indiferente ni debe dejarnos la historia, pues nos llenamos la boca a menudo pensando que habitamos un presente que parece más decente que ningún otro momento, pero que a poco deja entrever las miserias al volver la esquina, nunca mejor dicho, justo ahí mismo. Y para eso ha quedado la cruz en el suelo de Tinajas amigos, para que el transcurrir  de los siglos permita que cualquiera pase por encima y pise lo poco de digno que nos queda, la memoria bella de otro tiempo en el que podían convivir el honor y la ternura en un mismo gesto, en extinción  en esta época sin remedio que andamos malviviendo, por desgracia, y lo que nos queda…

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bonita historia ésta...da qué pensar...besos!

María Vázquez