jueves, 25 de marzo de 2010

Caer y levantarse...

Te acuerdas seguro. Madrugadas en una esquina, con los labios secos, sintiendo encima mil miradas que te culpaban, otras tantas murmurando lástima, ninguna que valiese la pena. Aún no te has olvidado, ni quieres, de los gritos de tu madre, las lágrimas de tu novia, los lamentos, la espera. Los días enteros sin saber nada, el anillo que malvendiste, los viajes sin destino. No puedes deshacerte, de las ganas de abandonarlo todo, de las amistades que quedaron en el camino, de las risas de mentira y las puertas que ante tí se iban cerrando. Promesas a medianoche, de esas que no valen nada, los reproches, el llanto, el tuyo y el de tus hermanos. En un infierno, conviviendo con tinieblas y demonios, abrasado por las llamas del escándalo constante, falto de cariño y esperanza, de paciencia y coraje, y todo por esa dosis de más, esos días de menos, prosa en papel mojado, sin rima, con nudos sin desenlaces, existencia acabada en puntos suspensivos, cruel y triste desde el principio…

Y ocurrió el milagro. Apareciste sencillo en el portal de tu casa, con la frente tatuada en vergüenza y valentía, sin razones ni pesares en los bolsillos, dispuesto a agarrarte fuerte a la vida, tachando excusas de tu boca. Quiero que recuerdes, compañero, el primer abrazo de tu padre, ese primer momento, nacer de nuevo, aprender de cero, crear un mundo desde la nada y terminar enamorado, hacer tuyo el hermoso desafío de romper con todo…

Y ese ejemplo es el que amo, tu corazón el que escribo, cien gestos nobles, alma limpia ante mis ojos. Son tus manos ahora poesía, tu mirada versos del mejor poeta, trazos perfectos de un Dios sublime que imagina segundas partes y finales felices. Es a tí a quien admiro, porque has probado el arte de lo humano, ya sabes, caerse a cada instante, para un día, amigo, aprovechar una mano tendida al aire, tirar de orgullo y, con dos cojones, volver a levantarse…

lunes, 22 de marzo de 2010

Vida, muerte, arte y fiesta...

Del negro a la luz y la muerte ante mis ojos. Del silencio al bullicio y la sensación de estar muerto. Cornetas y tambores ponen música a la batalla, manos en la boca y el corazón encogido por mi bravura. Sin más amigo entre tanta alma que mi coraje, agarrado bien fuerte a mis ganas de vida, es lo único que me queda. Al otro lado, con su mirada clavada en mi piel gastada, mi verdugo, luchando contra miedos y supersticiones. Sólo vale defenderse, con lo que tengo, mi fuerza, mi empuje, con lo que pueda, pues me llueven de todos lados, lanzas, estoques, dolor y saliva, sudor, sangre que no es mía. Atrás quedaron las mañanas apacibles entre iguales, respirar naturaleza sin temor a nada. Ahora toca luchar por lo digno, proteger cada palmo de mi cuerpo, mantenerse fino en los movimientos, no sucumbir antes de tiempo, trabajar la esperanza para creer en el milagro. Rodeado de bestias, aplausos que no entiendo, muletas de mentira y el rojo carmesí que asoma mi asamenta a la par que mi nervio va fallando, quedando a merced de mi destino. Decidido ya a aceptar la deriva, bebiendo los últmos tragos de existencia, buscando aire donde no queda, así me veo, con la rodilla hincada ante clamor unánime de muerte inmediata, sin más compasión que terminar con tanto sufrimiento, que se hace eterno. Y sucedió, como si nada, sentí el metal frío atravesar mi centro y quede tumbado, todavía consciente, con el alvero en la cara, siendo testigo de emocionados gritos de reverencia, y yo allí tirado, sin vida, intentando recrear verdes prados, mañanas apacibles, días sin crueldad ni espectáculo. Digan a los míos, por mi memoria, que aquí yace, por derecho, la leyenda de un toro digno, no menos bravo, arte para muchos, fiesta para otros, que expiró sonriendo, en paz, sin odios, a pesar de todo…

miércoles, 10 de marzo de 2010

Milagros que gustan...

Uno tiene que agarrarse bien fuerte a la creencia de que existen los milagros para no caer en la desesperación cuando no ves otra salida. No es mi caso, pero sí es verdad que hago esa reflexión cuando me topo con ejemplos de vidas al límite, desafiando con poco la gran cantidad de retos a los que les somete una ardua existencia. No saben, ellos, lo que para mí significa el simple murmullo de unas palabras puestas en su boca, y no me hace falta, como ahora, poner nombre y apellidos a esos héroes anónimos, porque no entiendo esas dos palabras de forma separada.

Uno de ellos vino a contarme hoy una historia, de madrugada, cuando las letras y las leyendas parecen cobrar un sentido mágico. Se trataba del caso de Lincoln Hall, al que la prensa británica bautizó como “el muerto viviente del Everest”. El 25 de Mayo del 2006 descendía de la cumbre cuando, aquejado de mal de altura, empezó a acusar serias alucinaciones. Algo sabrán sobre ese tipo de aventuras, en las que la frontera entre la vida y la muerte pende de un hilo. Los sherpas intentaron atenderle hasta que se quedaron sin suministros en medio de una tormenta de nieve y el director del equipo les ordenaba regresar, abandonando a Hall. Cuando llegaron al campamento base se comunicaba a la prensa el fallecimiento de su compañero.

Sin embargo, a las 7 de la mañana del día siguiente, un equipo estadounidense liderado por Dan Mazur encontraba a Hall a 8700 metros, sentado con las piernas cruzadas, sin guantes, con el mono bajado hasta la cintura y el torso desnudo. Estaba cambiándose de camiseta. No tenía ni gorro, ni gafas, ni máscara de oxígeno o botellas, ni saco de dormir, ni mantas, ni cantimplora de agua. Cuando llegaron hasta él tan solo espetó “les sorprenderá verme por aquí…”. Mazur tomó esta foto de Hall poco después de encontrarlo cerca de la cima. Aún tenía tiempo de sonreir a pesar de haber pasado la noche al raso a esa altura, dado por muerto abajo, como hubiera sido su lógico destino. Se reiniciaron entonces las labores de rescate de nuevo y pudieron bajar a Lincoln de la montaña, siendo tratado posteriormente de un edema cerebral que terminó por recuperarse al poco, añadiéndose así otra página más en el sagrado libro de los milagros...

Y qué quieren que les diga, amigos. Por montañas que se pongan por medio, por difícil que parezca el rescate, no desesperen, busquen la mejor de sus sonrisas y quítenle la razón a los pesimistas que se disfrazan de realistas y le dan a uno por muerto, porque, con menos, otros han salido ilesos y pueden contarlo. Esos son, con mucho, los ejemplos que gustan al mundo, y, quién sabe, igual mañana podría ser usted el protagonista. Aquí me tendrá, en cuaquier caso, para relatárselo a los incrédulos, que ya van siendo, gracias a Dios, los menos…

jueves, 4 de marzo de 2010

Películas a mi manera...

Todavía la oscuridad le ganaba la partida a la inevitable lumbre de un nuevo día cuando un golpe seco me despertó y me hizo quedar alerta. Otra madrugada me había ganado la partida y dejaba mi rumbo a merced de viento y marea, jugando a ser incauto por olvidar disciplina en el gobierno de mis propias manos. Con lo que pude, torpe en gestos, pude acertar a recoger raudo arreos y aparejos para poner cierto orden entre tanto oleaje y tiburón suelto. Con cada paso hacia hacia el timonel la certeza de una deriva irrecuperable para entonces encendía los temores más amargos. Pero esta vez los dioses quisieron darme tregua, y pude encauzar la desdicha a tiempo, por poco, pues a dos palmos, por popa, una bandera enemiga preparaba el corso para hacerse a la batalla contra mi nave, lo que hubiera propiciado un naufragio difícil de salvar por cualquier capitán, a buen seguro. Ya solo me quedaba aprovechar la brisa de primera hora y resolver mi destino arribando en alguna cala resguardada de bucaneros y cazadores de tesoros. No fue fácil, tuve que navegar de levante a poniente, esquivando rutas comerciales, a golpe de timón y jarcia, alimentando la esperanza de encontrar la arena de una playa desierta y poder volver al catre para recuperar horas de sueño y matar desgana. Hasta que ocurrió, cuando más maldecía a todas las almas que habitan los océanos, cuando la mar era más brava y desagradecida. Al fondo de una corriente mañanera, con la Luna todavía por testigo, allí pude lastrar el ancla en piso firme y salvar mi dicha, al menos por un día, hasta la próxima que tocase.

Volví a casa angustiado. Al fin había encontrado aparcamiento, sin ser zona azul, ni roja, ni naranja, cansado de tener que buscarme la vida mañana sí mañana también para librarme de las multas de unos cuantos piratas a sueldo que persiguen a uno por un puto ticket de estacionamiento. Habrán imaginado, a buen seguro, una aventura más romántica entre mis letras. Nada más lejos de la realidad, pero es que esta manera de relatarlo es la única forma que tengo de reirme de lo cotidiano y así poder albergar un halo de optimismo en el cotarro que nos atañe, aunque tenga que echar mano de la ironía o la imaginación, como es el caso. Si no es imposible.

Y qué quieren que les diga, prefiero contarles la película a mi manera, que ya están otros para fastidiarles el final de la trama, pues siempre es el mismo, el mismo final indigno y aburrido que a nadie ya sorprende, para colmo. La misma película de todos los días amigos, esa que nos desayunamos sin rechistar y nos empacha de injusticia y desvergüenza…

lunes, 1 de marzo de 2010

Toca ser libres de nuevo...

Y ahí seguía mi velero amarrado. Con el mástil enmohecido y la cristalera de camarotes empañada. En el mismo pantalán en el que hace semanas atraqué por proa, como mandan los cánones de la marinería en puerto. Atrás dejé tormentas de espanto y bucaneros despiadados navegando en un invierno que ha sido duro y déspota para con los humildes navíos. Aún veo mi miedo reflejado en la mampara que me hace de escotilla, evocando sin quererlo en mi cabeza batallas temibles de afrontar de antemano. Necesitaba de unas cuantas noches en la Isla del Silencio, jurando por nuevas aventuras que están por llegar, prometiendo sacrificio y esmero ante dioses que espero velen por mi rumbo. De poco me hice y de mucho me deshice en este tiempo. Me sacudí el mal orgullo y la impaciencia, limpié mi espada de sangre culpable y curé de mi alma de innobles pesadillas. Poco más que eso, revisar alguna carta de navegación y alternar con viejos amigos de taberna, lo justo para agradecer lo debido y reirme del pasado. Y aquí me encuentro otra vez, en mi viejo velero, gastado de tanta gesta, escorado de estribor, con las jarcias roídas y el timón falto de lustre. Minucias de puerto, nada que no lo pueda remediar el más torpe astillero o el capitán más enamorado de su barco. Hoy zarpamos de nuevo devota tripulación. Leven anclas y desplieguen como manda las velas mayores. Despidan los suyos y afinen los sentidos. El cielo es limpio y el viento nos asiste. Con eso una dosis de locura, de hermosa locura, toca ser libres de nuevo...