jueves, 25 de noviembre de 2010

Aunque pasen mil años...


Dejarse la vida en un camino. Me he dejado en la cuneta de mis veredas todo mi arte y han quedado los despojos de mí mismo y el estigma vano de un viaje bello. He conocido la ilusión en la Sierra de Cazorla, punto de partida ya por siempre de la más libre de las aventuras. He olvidado el miedo mientras caminaba perdido, con la vista fija en el infinito al tiempo que el Sol empezaba a quemarme la frente. He sonreído al jornalero que giraba la cabeza ante mi sombra. He permitido lágrimas de impotencia sobre mis mejillas camino de Úbeda, bajo una niebla espesa, con el fango retando toda la fé que guardaba en los bolsillos. He perseguido Baeza con la cabeza bien alta, jurando fuerza y dignidad tras el desespero, como esos barcos que navegan ávidos después de la tormenta...

He vuelto a creer en el altruismo en Linares, con un par de gestos, apenas nada. Quise ser guerrero a las puertas de Bailén, esperando a los franceses con un machete y amor por la tierra. Fui moro en Andújar, juglar por sus calles vestidas de domingo cantando piropos de otro tiempo. Me asomé al puente de Montoro para saludar a mi río, con permiso de su gente, sencilla y cercana, amable con el peregrino ensimismado con sus calles y la placita que vigila el paso de los lustros. He visto campos verdes, divisando El Carpio, recreando reinos de taifas y naturaleza virgen por descubrir por otros peregrinos soñadores. He suspirado  en Córdoba, escribiendo versos en la Mezquita al son de una guitarra española, con el caer del agua de fondo y el verbo dispuesto a todo, a lo bueno y lo malo. Quise ser rey feudal de Almodóvar, avistando desde mi castillo horizontes diferentes de los de hoy, con la familia por bandera. He disfrutado con la alegría de Palma del Río, coplas por las calles y la buena cara a la vida. En Lora creí estar muerto, cansado y desvalido, buscando motivos para seguir dando pasos, prometiendo jamases.En Carmona llegó el milagro, me salvaba mi pecado favorito , una vez más y como tantas veces, como nunca, a pesar de todo...

 Y seguí mi camino, imaginando ser romano, dueño de las tierras del Sur, plebeyo del mundo y las miradas de niño. Y llegué a Sevilla, como llega la primavera, en silencio, con la emoción desbordada y el pulso embotado. Los Palacios y los dolores, Las Cabezas y los buenos amigos, Lebrija y la esperanza, no sentir la piernas, caminar con el alma, Trebujena y hacer noche antes de Sanlúcar, la Luna llena observando, los reflejos, mis manos magulladas, los lamentos, la ternura. Y llegar a la plaza del Cabildo, alzar las manos, abrazar a los míos, un viaje que se acababa, pero que será eterno  para los que aquellos días de Mayo lo vivieron conmigo, compañeros de una travesía que  será punto y aparte por siempre, aunque pasen mil años, como esos recuerdos que añoras con una simple sonrisa y el corazón encogido para darle un sentido a la cotidiana existencia...

jueves, 4 de noviembre de 2010

Cosas del camino...



A veces ocurre que nos cansamos de aquellas cosas que nos acompañan en la vida porque un día olvidamos lo importante que son o pueden llegar a ser en un momento dado. Da igual si lo extrapolan a objetos materiales o a personas, el caso es que terminas por valorarlas una vez que se han marchado, dejando ese regusto amargo por no haber puesto quizás un poco más de nuestra parte para seguir conservándolas cerca. Pero puede ser aún peor, y es que hay ocasiones en las que esas cosas desaparecen porque nosotros mismos, con nuestra actitud, logramos dejarlas de lado, apareciendo ese maldito sentimiento de culpa que te persigue durante mucho tiempo…

Les parecerá trivial la cuestión, pero el hecho es que la foto que ven pertenece a la última instantánea que tomé de la cantimplora que me acompañó todo el camino del Guadalquivir. Ocurrió que, en un arranque de furia por el cansancio y la desesperación de aquel día, tiré al aire lo primero que tenía a mano, que fue la cantimplora, y se rompió por un borde, quedando casi inservible. Fue entonces cuando decidí colocarla en aquel poste, quedarme un rato mirándola, como pidiendo perdón, y seguir mis pasos hacia mi destino, echando la vista atrás de cuando en cuando. Allí se quedó para siempre, en aquella senda dejada de la mano de Dios debido a un momento de sofoco. No le di demasiada importancia al principio, pero fueron pasando los días y le seguía dando vueltas al hecho, hasta tal punto que, al cabo de la semana de llegar, ya con las piernas descansadas, decidí con mi coche poner rumbo al sitio donde recordaba haberla dejado, pues se trataba de un lugar de difícil acceso, lo que hacía más que posible que allí permaneciera aún...
Pero el destino siempre te tiene guardada una moraleja a la vuelta de la esquina, y esta vez no iba a ser menos. Llegué a pie de aquel poste después de bastante rato conduciendo, bajé del coche, alcé la vista y ni rastro de la cantimplora. Incluso miré por los alrededores y nada. Recuerdo que quedé un rato allí pasmado, mirando el poste donde la dejé, elucubrando sobre cuánto tiempo permaneció allí huérfana desde que cometí el crimen de abandonarla después de casi quinientos kilómetros conmigo. Nunca sabremos su paradero, pero quiero creer que otro viajero la recogió en su camino y la tiene a buen recaudo, con un fruncido en el golpe y el olvido de un antiguo acompañante que pagó con quien no debe la dura realidad del momento, ese que vuelve arrepentido cuando ya es demasiado tarde, cruel como la vida misma…